El evangelio según René Avilés Fabila, es antes que todo, una profunda confesión. Cuando le preguntaban al maestro hispano-mexicano-francés, Luís Buñuel, sobre su religión, él invariablemente contestaba: soy católico cultural. Por supuesto que las críticas le respondían en directo con la fuerza del reclamo. Pero si usted es un comecuras, ¿cómo va a ser católico? Él sonreía y contundente afirmaba, palabras más, palabras menos: Dije católico cultural; fui bautizado, confirmado, preparado para la primera comunión y comulgante; educado completamente en la familia católica española en la que nací. Ahora no es necesario preguntarle a nuestro autor su filiación. Desconozco si, además de lo anterior, a René lo llevaron a comulgar todos los amaneceres de primeros viernes de mes, si fue monaguillo en alguna iglesia, si cantó villancicos en el coro o simplemente era de la porra dominical de la parroquia más cercana a su residencia infantil; pero al leer su texto no me queda duda: René Avilés Fabila es evangélico cultural. La confesión salta conclusiva desde las primeras páginas leídas de esta inquietante, provocativa, audaz y erudita obra sobre las sagradas escrituras. Y aquí hay que empezar a diferenciar entre sagradas y sagradas, refiriéndonos, como él lo hace, a las sagradas escrituras de mayor marketing en el mundo occidental, la Biblia.
No aborda las sagradas escrituras del budismo ni las de los mahometanos, primera y segunda religión en el mundo, numéricamente hablando. Y aunque las menciona para compararlas en algunos momentos dentro del corpus de su texto, no son profundizadas. El evangelista cultural es un ser occidental y educado en el judeo-cristianismo hegemónico en este lado del mundo, conciente de que aunque el budismo es líder numérico, estos serán rebasados por el creciente, también numérico, mahometanismo que, según proyecciones, serán mayoría en Europa en el 2025 y en América misma en 2050; sin embargo, por ahora y sin dejar de señalar problemas de establecimiento de hegemonía de las tres religiones monoteístas líderes en el mundo de nuestros tiempos, se concentra, enfila, apunta y dispara sobre la trina, la de nuestras sagradas escrituras bíblicas.
Es el monoteísmo el primer lamento del nunca San René de Portales, ido al infierno comunista y retornante al seno de la madre iglesia católica, quien sigue acogiéndolo en su regazo, aunque él no quiera, y pese a sus críticas, resabios y declaraciones de anti fé.
El magnífico e inquietante politeísmo fue, por desgracia, vencido por el monoteísmo que un hombre de muchos dioses, Platón, le sugirió a la humanidad. Ésta, atolondrada como ha sido siempre, extravió la oportunidad de ser feliz, cobijada -como egipcios, griegos, romanos y aztecas- por una multitud de deidades, todas llenas de pasiones y sentimientos. (Avilés: 14) |
Por supuesto que lo afirmado en este segundo canto (aclaro que él nunca los llama así, cantos; simplemente no los llama) de los sesentainueve totales de su Evangelio…, nos cuestiona de inmediato. En el caso del autor podíamos elucubrar que si hubiera concretado hace treinta o cuarenta años su deseo inconfesable de hacer sexo con la mujer de Carlo Ponti, deseo –entre paréntesis cristianamente insano- que en el politeísmo griego se resolvería con una simple plática con Eros sin necesidad de presionar para hablar con el jefe mayor de las divinidades, y que de hacerlo sexo en carne viva no hubiese tenido que confesar su pecado con el representante de Dios, tampoco con Carlo Ponti, es más, ni siquiera con Sofía Loren, pues se hubiera disfrazado de cualquier animal y después lo hubiese platicado, simplemente platicado con Zeus, el jefe de jefes en el cártel del Olimpo, quien por cierto hizo lo mismo varias ocasiones.
Qué placidez tener un Dios para el amor, otro para la guerra, otro para cada actividad de la vida y del deseo humano, en lugar de tener que hacer cola para un solo y omnipotente Dios, pero… ¿los dioses o el Dios son de los hombres, o para los hombres?
EN EL PRINCIPIO, el Hombre creó a los dioses. Dijo: Sean, pues, hechos los dioses y los dioses quedaron hechos. Después de seis días de intenso trabajo, el Hombre descansó. (Avilés: 13) |
Y con este principio, que es también el principio de El evangelio según René… se abre el camino de sesentainueve lúdicos, juguetones y expositores ideológicos cortos literarios de un autor que culturizado católicamente, es crítico acérrimo del dogmatismo de la iglesia o, más bien, de las iglesias. Es importante recalcar que aunque se centra en el cristianismo, parece estar dispuesto a centrarse en cualquiera de las otras dos y en el judaísmo mismo, centramientos que hace tangencialmente en el desarrollo de la presente obra, con el mismo rigor que lo ejerce respecto al cristianismo: ¿Dios o los dioses son obra u obras del hombre o el hombre es deseo y concreción de él o ellos? Para este evangelista, a diferencia de las sagradas escrituras, no hay duda, primero fue el hombre y luego vino la criatura divina o las criaturas divinas.
Si algo se envidia y admira de la historia bíblica, es la enorme riqueza literaria de El cantar de los cantares. La vida sexual del Rey Salomón y su forma de contarla, hacen que se cuestione la tesis eclesiástica de que todos esos excesos de cama que Salomón ejerció y platicó literariamente, son una parábola. Avilés parece afirmar que no son parábola sino una fuente de envidia y admiración por él, porque: …la Biblia está llena de alusiones eróticas y sexuales… y sólo a los curas aldeanos, a los beatos y a los santurrones no les acaba de convencer. (Avilés: 24).
Otro personaje que describe y hurga El evangelio de René… es David. Aparece aquí la vida del seductor, violentador y amante de altos vuelos cuantitativos, pero en este caso, en el David, incide un sentimiento concitado por la terrible conducta del mismo, que permite señalar la contradicción entre crueldad y amor a Dios, vínculo que se ecualiza por obra y gracia del arrepentimiento. Entre otras, se recuerda la traidora forma en que el poder de David quitó de en medio a Urías, el esposo de Betsabé, para gozar en exclusiva del amor de la mujer que Alsina pintará como de un voluptuoso cuerpo, de carnes firmes, sugerentes, con senos portentosos, muslos deseables y un hermoso rostro enmarcado por una breve cabellera negra. (Avilés: 26).
Cruelmente, el rey David ordena a sus generales llevar al esposo a la guerra, con instrucciones precisas: Pon a Urías al frente de donde esté lo más recio del combate; y desampararle para que sea herido y muera. Por supuesto que el deseo se cumple y David gozaría de la inquietante amante hasta hartarse de ella. Esto es horrible, inmoral, monstruoso y reprobable; sin embargo David amaba a Dios y este lo perdonaba simplemente por el arrepentimiento: No obstante, David sabía conseguir el perdón de Dios: bastaba arrepentirse y listo, de nuevo limpio, a pecar (Avilés: 26) otras veces.
La violencia y el ejercicio de ella, saldado por el arrepentimiento, es una de las cuestiones llevadas a la reflexión por el autor, pero también la violencia como ejercicio para enfrentar a los enemigos de Dios por creencia, es abordada en el mismo David y en otros varios, como Sansón. Quien ciego, pelón, débil y a expensas de los filisteos, sus enemigos y enemigos de Dios por profesar otra teología, recibió fuerzas físicas divinas para derribar las columnas del templo de Dagón. Escribe René: …se trató de un suicidio… Muera aquí Sansón con los filisteos, dijo sacudiendo las inmensas columnas… y eso está castigado por Dios (Avilés: 71). En efecto, el suicidio es un pecado mayor; sin embargo dado que Sansón lo ejerció para matar filisteos, enemigos del cristianismo por creer en otras divinidades, no cuenta como pecado o está justificado. Así aparece, sin castigo ni cuestionamiento, la violencia cuando está justificada, según las sagradas escrituras, en defensa de la creencia. Quizás inclusive en el mismísimo origen de la violencia, el mal, Dios no sólo lo aprueba, lo crea. Esto concluye Avilés a partir de la conducta de Caín, el primigenio ser encarnación del mal, o como diría aquel presidente nuestro que no tenía cash para darle a una indigente: Caín, el primer maloso en la existencia humana, vista desde el relato bíblico.
Después de que Caín mató a Abel por envidia del trato preferencial que Dios le daba, porque Él mismo se malencara con Caín y lo deja sin respuesta para sus interrogantes sobre el trato diferencial; rompe con Dios y éste lo destierra: Entonces Dios lo maldice y lo manda a errar por el mundo y, algo en verdad monstruoso y aterrador, es el designado para iniciar el mal en la tierra… (Avilés: 31) Los hechos, la conducta de Dios y las consecuencias, hacen saltar varios cuestionamientos a la cabeza.
El trato diferencial de Dios hacia Abel y Caín era injusticia, los hermanos no eran medidos con la misma medida. El encono inexplicable de Dios hacia Caín era posiblemente una provocación. El silencio a los cuestionamientos de Caín sobre el trato diferenciado fue un capricho o una acción premeditada del ser divino. ¿La respuesta de consecuencias mortales de Caín sobre su hermano no fue una inducción? Se conteste lo que se conteste, la condena a Caín a ser el iniciador del mal en la tierra es, evidentemente, una decisión asumida por el Dios único y omnipotente.
El mal es una condena de Dios, a través de Caín, para la especie humana. Inquietante cuestión. Dios creó, en la tierra el mal. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Tal vez para mantener un equilibrio, para que el bien tuviese un contrapeso, un sistema de obstáculos para retarse, entretenerse, retarse; vivir con amplitud. Se puede explicar, pero qué doloroso, tétrico y cuestionante; como si nos dijera: les coloco el mal en sus vidas por su bien, para que crezcan, para que tengan con qué enfrentar su bondad.
Pero si en la tierra el mal lo inició Dios con Caín, en el universo lo empezó con Luzbel, aquel ángel hermoso, el más hermoso de todos los ángeles del principio de la creación, cuyo problema fue creerse el más bello, más incluso que Dios mismo, lo que lo llevó a retarlo. Teniendo como resultado su confinamiento al infierno y el nacimiento del hábitat necesario para el establecimiento del terror entre los creyentes. El diablo, materialización transformada en el infierno del ex bello Luzbel, vaga por la eternidad buscando almas para achicharrarlas en las llamas también eternas del infierno, que parece continuarán posteriormente a la conclusión del Juicio final. Mientras ahí está como amenaza para el mal comportamiento de los humanos. Si el mal en la tierra lo representa y cultiva el humano desde el origen en Caín, el mal puede continuar eternamente en el universo por obra y gracia de la existencia del infierno alimentado, cuidado, aumentado en población y mantenido al día para siempre por el diablo; otro invento o creación del Dios tridentino.
Este Caín y este Diablo, o el mal para entendernos mejor, no es exclusivo de la religión, según Avilés.
En las religiones imperantes, en las de un Dios único, hay un principio inalterable: la lucha del bien contra el mal. Dios… primero y el Diablo… segundo. Suponer que… esto es real, es un error grave… Dentro de Dios coexisten la maldad y la bondad. A veces triunfa la primera y ocurre… una tragedia terrible. Si es la segunda… nada ocurre… No hay Demonio, sólo un ser supremo atormentado, en cuyo interior libran una guerra interminable el Bien y el Mal. En otras palabras, el Diablo es el lado perverso de Dios. (Avilés: 93) |
El anterior planteamiento es uno de los dos torales del Evangelio según René Avilés Fabila, el otro es el de la generosidad humanista, al que casi llegamos, pero antes es importante resaltar que la existencia de ese infierno y ese Diablo pese a que en la anterior enunciación los niega, también se podría justificar pues:
Si Dios fuera… justo… perdonaría a Luzbel y así a todos los pecadores del mundo… Pero Dios sabe lo que hace y prefiere dejar las cosas como están: el Infierno y el Purgatorio seguirán alimentándose de almas pecadoras. De lo contrario, el Cielo padecería una aterradora explosión demográfica y el Paraíso sobrepoblado no sería maravilloso sino un auténtico Infierno presidido por el mismísimo Dios. (Avilés: 106) |
El segundo aspecto toral del trabajo de René Avilés Fabila descansa en el humanismo implícito en el intento definitorio de Dios. Si Dios está en todas partes entonces está en nosotros, y si está en el humano entonces podría ser que el hombre fuera Dios mismo. Por supuesto que Avilés se cuida mucho de no enunciar esto, pero su apoyo en los diversos Apócrifos de los que señala varios, inquieta hasta el nivel de la humanización de ese Dios tan discutido y, parece, tan discutible en su forma cristiana, mahometana, budista u otra monoteísta religión. Uno de los mayores apocrifistas, el contemporáneo José Saramago, es invocado por Avilés:
María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta… Sin pronunciar palabra José se acercó y apartó lentamente la sábana que la cubría. Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de la túnica, pero sólo acabó de alzarla hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se inclinaba y procedía del mismo modo con su propia túnica y María, a su vez abría las piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantuvo… Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado… (Saramago: en Avilés: 113) |
Saramago habla de Dios en la existencia espiritual de ese Dios, René Avilés Fabila habla de Dios en la perspectiva contradictoria del Dios creado por el hombre para ejercer el temor en el hombre mismo. René hace con ello una importante aportación que enriquece la perspectiva de ese personaje tan controvertido por siglos y siglos, un personaje divino, etéreo, teóricamente justiciero y tan cuestionantemente contradictorio que, nos fuerza a concluir el autor, quizás no exista, o por lo menos no como nos lo pintan las sagradas escrituras cristianas y de otras religiones monoteístas.
Sin embargo no le creamos del todo a René Avilés Fabila, evangelista cultural confeso a quien sus abuelos le leían La Biblia, puesto que él mismo, ateo confeso, excomunista que continúa descreído según su confesión; al igual que los que al fin del primer milenio esperaban, muertos de miedo el Apocalipsis en esa fecha, fue a encerrarse y con la sola compañía de botellas atiborradas de alcohol a un hotel neoyorquino, para que si llegaba el Apocalipsis esa última noche del segundo milenio, a él lo encontrara perfecta y profundamente alegre.
Ateos escribimos, temores bíblicos… no sabemos.